Es indudable que nuestro colegio ha marcado la vida de muchísimas personas: alumnado y personal laboral.
La atención con responsabilidad para esos niños y niñas intemporales que nos acompañan generación tras generación, en un camino vital conjunto, exige implicación, profesionalidad y es nuestra ilusión.
La huella que deja el alumnado es imborrable pero también es la del colectivo profesional que permanece inamovible en nuestra mente y corazones.
La sonrisa que nos da la bienvenida y reconforta el alma al comenzar nuestra andadura laboral en el cole, en la que somos unos completos desconocidos. Los momentos, minutos, a veces horas de atención; por muy atareado que se esté, la comprensión, el saber ponerse en lugar del otro, el saludo alentador cuando nos cruzamos -aunque nos hayamos visto varias veces antes-, la mirada cómplice, el gesto amable, el interés por las circunstancias determinadas, a veces alegres, otras difíciles, el compartir, ayudar con información o con acciones.
Eso compañeros… ¡vale mucho! Eso es lo importante para quienes estamos junto con las familias en la tarea de educar. Esa huella humana y positiva que también podemos dejar en el alumnado debe empezar por nosotros mismos.
Ya hay compañeros del alma que han iniciado una nueva etapa de su vida. En cada bienvenida a ese nuevo comienzo, que no despedida, lo que nos hace reflexionar al escribir nuestros mejores deseos en la tarjeta que se entrega en cada celebración, es el lado humano. La ayuda, quizás inconsciente que nos brindó esa persona, la calidez de su estar y ser, de sus palabras o silencios.
Empecé en el colegio hace ya treinta y dos cursos. Les garantizo que cada uno de esos compañeros, docentes o no, que cultivan esa amabilidad y empatía, todos y cada uno de ellos, han hecho la vida de muchos, entre los que me incluyo, más feliz.
Tomemos ejemplo.
Ángeles Suárez Rosales. Profesora Educación Secundaria Echeyde.