A lo largo de mi experiencia como lector, diría que una lectura realmente buena es aquella que necesitas apartar.

            Me explico.

            Todos hemos devorado alguna vez un libro. Nos ha arrebatado la curiosidad de avanzar por las páginas, incapaces de saciarnos hasta que lleguemos al final. Este tipo de obras puede que sean buenas si son capaces de despertar de tal modo nuestro interés.

            No obstante, los textos realmente buenos son los que voluntariamente tenemos que interrumpir. Y lo hacemos porque la impresión que van dejando en nosotros durante su lectura es tan intensa y profunda que supera momentáneamente nuestra capacidad de asimilación. Son los que nos cortan la respiración, los que cerramos un momento, no por obligaciones o necesidades, sino porque nos sentimos obligados a procesar lo que acabamos de leer. La sensación que despiertan en nosotros supera nuestro entendimiento, o, al menos, el entendimiento lineal que tenemos de las cosas. Hace falta una parada para contemplar algo que se extiende más allá de lo cotidiano, de lo frecuente. Nos encontramos frente a frente con lo excepcional, con lo maravilloso. Y nuestra mente, o nuestro interior, requiere de un ritmo más pausado, más sereno para paladear tal delicia.

            En ese momento, sin ningún margen de duda, sabemos que acaba de “suceder” algo.

            Cuando ocurre esto, nos encontramos realmente ante una obra magnífica.

            Alessandro Baricco, en una de sus novelas, dice: Se movía como si fuera recogiendo a cada paso pedazos de sí misma que no estaban destinados a permanecer unidos. Este sencillo pasaje describe la forma de andar de un personaje. Es algo tan trivial, tan ordinario como la manera que tiene alguien de caminar y, sin embargo, encierra una belleza que remueve algo en nuestro interior. El autor puede estar mostrándonos una alegoría de la reconstrucción humana, la de un ser que decide seguir adelante a pesar de la mutilación que el sufrimiento le ha dejado dentro.          

            Vicente Huidobro canta en una de las obras más intensas de la literatura universal: Nacida en todos los sitios donde pongo los ojos / con la cabeza levantada / y todo el cabello al viento / eres más hermosa que… / …la golondrina atravesada por el viento. ¡Madre mía! Esta imagen sí que arrebata el aliento, sí que petrifica la mente. Uno se siente pequeño, minúsculo, ante una belleza como esta, que se extiende más allá de toda frontera física o mental.

            Pasajes como estos te hacen cerrar un libro, apartarlo de ti unos centímetros, tomar una bocanada de oxígeno para alimentar las neuronas que repentinamente se han quedado exhaustas de impresión, de belleza, de profundidad.

            Y es cierto que esto te lo puede dar un libro, como cualquier otra manifestación de lo extraordinario. Tenía razón Borges cuando afirmaba que Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso.

            Esa intensidad se guarda en algunos libros, cierto. Pero puede aparecer en cualquier otra faceta de la vida: al escuchar cierto tema musical, al contemplar cierto paisaje, al conocer a cierta persona,… En todos ellos, en cualquier momento, nos espera la perplejidad.

Juan Jesús Pérez García. Profesor de Lengua y Literatura en E2

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