Repasando algunos recuerdos de mi infancia, encontré en mi memoria la imagen de papá, sentado en la cama, y contándonos un cuento: aquellos clásicos como El soldadito de plomo, Blancanieves, Cenicienta, Caperucita Roja, El gato con botas o Hansel y Gretel entre otros tantos.
Los cuentos clásicos tradicionales ocuparon un lugar esencial en mi formación literaria y emocional. Estos relatos, transmitidos a lo largo de generaciones, pueden ofrecer un valor cultural atemporal, pero también pueden ser herramientas pedagógicas fundamentales para comprender la estructura de los relatos, estimular la imaginación y fomentar el interés por la lectura desde las primeras etapas de la vida.
Una de las características principales de los cuentos clásicos es su claridad. En ellos encontramos personajes arquetípicos, conflictos bien definidos, tramas comprensibles y resoluciones que, en la mayoría de los casos, transmiten valores éticos y enseñanzas morales. Estos elementos permiten que los niños identifiquen con facilidad a los héroes y los villanos, las metas y los obstáculos, comprendiendo intuitivamente la dinámica de los relatos. Sin embargo, la sencillez no implica superficialidad; más bien, los cuentos clásicos logran transmitir significados profundos con palabras accesibles, despertando una curiosidad que los niños llevarán consigo a medida que crezcan.
Desde un punto de vista narrativo, los clásicos son una introducción perfecta a las bases de cualquier historia. Elementos como el planteamiento, el desarrollo de la trama, el clímax y la resolución se presentan de forma clara y directa, lo que ayuda a los pequeños a entender cómo se construyen los relatos. Por ejemplo, en Caperucita Roja, el conflicto central (la amenaza del lobo) y la resolución (el rescate de la abuela) se desarrollan de manera que los niños puedan seguir la trama y puedan comenzar a intuir la lógica narrativa, una habilidad clave en su desarrollo lector y creativo durante todas las etapas educativas.
Además de sus cualidades narrativas, los cuentos clásicos fomentan valores como la valentía, la bondad, el respeto y la justicia. Las resoluciones suelen ser justas: los personajes que actúan con nobleza son recompensados, mientras que las malas acciones tienen consecuencias. Desde mi punto de vista, este enfoque contribuye a desarrollar en los niños un sentido ético y una comprensión básica del impacto de las acciones.
Recomiendo leer cuentos clásicos a los niños desde edades muy tempranas, incluso cuando apenas comienzan a balbucear. Fortalece el vínculo entre adultos y pequeños, pero también despierta el interés por la literatura. Las imágenes vívidas y los ritmos repetitivos propios de estos relatos estimulan su imaginación y les ayudan a desarrollar habilidades lingüísticas esenciales. Escuchar cuentos antes de dormir, por ejemplo, se convierte en un ritual que asocia la lectura con momentos de calidez y seguridad emocional.
En un mundo donde las pantallas han ganado terreno, los cuentos clásicos tradicionales siguen siendo un refugio de sencillez y profundidad. Su poder radica en su universalidad: hablan de emociones y conflictos humanos que trascienden el tiempo y el espacio.
Cuando papá me leía cuentos, aprendí varias cosas: a compartirlos y valorarlos; a conectar con la tradición literaria, y a encender en mí una chispa que me ha acompañado a lo largo de toda mi vida.
Fernando Armas, profesor en Echeyde Santa Cruz