Una certeza que escuchamos hasta la saciedad es el hecho de que en España se lee poco, y, concretamente, se lee poca literatura. Sin embargo, no deja de ser un hecho que no admite discusión. Los lectores que hay son, en su mayoría, adultos y éstos escogen abrumadoramente la novela como género para satisfacer su afición. El teatro, por su parte, tiene la finalidad última de llegar a la escena. Es allí donde encuentra el agradecimiento y el calor del público y no en las páginas. La poesía, por último, es el género de las minorías, de la exquisitez, de la aristocracia estética y oficiosamente está reducida, no sé si condenada o bendecida, a la élite. Con mayor o menor acierto ésta es la conclusión a la que llegan la mayoría de los lectores.

Ninguno de estos géneros, no obstante, es el que comúnmente despierta por primera vez el gusto por la literatura. La proporción principal de lectores se ha encandilado con la narración oral de un cuento, ha surgido por la seducción que una pequeña historia evocó en él una imagen, unos personajes, una trama o un cóctel de todo ello en la audaz percepción de nuestra niñez.

Fue un cuento, sin duda. O muchos. Con ese embrujo primigenio surgió todo. A partir de ahí, nos hemos embriagado de historias, no necesariamente más maduras, sino tal vez más densas como una novela o de sensaciones en textos más complejos como ocurre con la poesía. Pero el auténtico catalizador, permítanme la insistencia, fue un cuento. Y no necesariamente infantil. En mi profesión estoy en contacto con adolescentes y, en más de una ocasión, he comprobado cómo los jóvenes son capaces de dejar de distraerse para detenerse a escuchar, por ejemplo, un relato de Cortázar. He sentido su atención clavarse literalmente en mis palabras, cuando les leo una narración. Incluso se han interesado luego por la obra y el autor.

¿Qué sutil alineación se da en este acto? ¿Qué sortilegio actúa en él? ¿Qué tácito pacto suscriben el autor y el receptor con un narrador o una lectura como intermediario?

Cualesquiera que sean, son, certeramente efectivos.

         Sin embargo, la lectura del cuento carece de prestigio entre los adultos. El lector, y su esencia incluye el concepto de madurez, exige obras de mayor extensión o de mayor delicadeza que el cuento. La prueba de ello es que todos recomendamos novelas. En los ámbitos de prestigio literarios se te respeta si conoces los versos de tal o cual poeta. Pero poca gente hace de un libro de relatos una propuesta de lectura.

         Parece, pues, que la función del relato en el lector medio es la del deslumbramiento, la de la iniciación en el placer de la lectura para desaparecer posteriormente de su merecido puesto en la biblioteca particular. No tenemos más que echar un vistazo a la mayoría de los espacios donde guardamos nuestros libros para comprobarlo: la novela se extiende por los estantes, si no ocupa la totalidad de ellos.

         ¿Dónde quedan, en definitiva, los relatos? ¿Qué espacio merecen en nuestras propias jerarquías? ¿Por qué nos encanta escucharlos pero nos negamos a leerlos? ¿O sería más correcto decir que se nos orienta a no leerlos?

         Desde luego, la difusión de los relatos no se potencia en nuestro país, al contrario de lo que ocurre en Hispanoamérica. Y, sin embargo, son indiscutiblemente la herramienta más eficaz para animar a la lectura. Por dos sencillas e inapelables razones: la brevedad y la sencillez. No tienen la extensión de la novela ni, en muchos casos, poseen la densidad verbal del poema. Los adolescentes de nuestros centros agradecerían lecturas más cortas. Las generaciones actuales generalmente no encuentran atractiva la literatura, así que obras que acaben en poco tiempo y que comprendan sin dificultad serían el instrumento indiscutible para convertirlos en lectores asiduos. Y, con el tiempo, en adultos cultos; y, por tanto, formados y con criterio, que es lo que esperamos, lo que necesitamos de todos ellos.

Sin duda, nuestros estantes deberían albergar más cuentos: los de nuestros hijos y, además, aquéllos que puedan leer cuando crezcan y compartir con nosotros. La maravilla reside en ellos porque los cuentos y los relatos son el espacio donde podemos reencontrarnos con ella sin prejuicios, porque en ellos siempre esperan la sorpresa y, asimismo, la fascinación. Una fascinación que no va a llenar nuestras mentes de esas fantasías que nos alejan de la realidad, sino de la que, a través de símbolos, nos habla de ella. Los mismos símbolos que nos ayudan, de hecho, a comprender las sutilezas y la complejidad del mundo en el que todos, sin excepción, nos movemos.

Juan Jesús Pérez García. Echeyde II

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información sobre las cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies
Ir al contenido