Una de las dicotomías del estudiante y enseñante es el debate entre aprobar y aprender. Es difícil separar ambos conceptos en una sociedad que compite en muchos o casi todos los aspectos de la vida. Profesorado y alumnado se ven envueltos en un sistema que obliga a calificar, sea cuantitativa o cualitativamente. Y podríamos abrir un debate sobre la conveniencia o no de la normativa al respecto, pero prefiero centrarme en aspectos más pragmáticos.
Tendemos por naturaleza a ser competitivos. Antropológicamente hablando, la pujanza de nuestra genética hace que seamos competidores, pues nos hemos adaptado al medio luchando contra las adversidades para vivir y sobrevivir.
Pero la escuela, y por encima de todo, la educación básica en el marco de nuestro modelo social, debiera tener un espacio distinto, una especie de «trastero pedagógico» donde se pueda aprender como principio básico para llegar a aprobar. Muchas veces, esto no ocurre de esta manera y la presión de la norma hace que se ponga el foco sobre el aprobado (¡un número!), entendiendo que con ello el alumno ha logrado los objetivos. No siempre es así.
El aprendizaje es un trabajo social, mientras que el aprobado es académico. Desde mi perspectiva, la sociedad debe implicarse para cubrir todos los aspectos que entrañan tal labor: enseñar a cruzar la carretera o fomentar hábitos saludables sería labor social, profundizar y abordar conceptos más especializados y teóricos, lingüísticos, históricos o científicos, es labor de la escuela.
El aprendizaje es un proceso complejo que requiere trabajar distintas habilidades, unas veces más teóricas y otras más prácticas. Además, los contenidos están secuenciados y separados por cursos escolares, otra dificultad para adaptarnos a las diferentes velocidades de aprendizaje del alumno, pero creo que aprobar dependerá del esfuerzo colectivo de la sociedad, por un lado, y del propio estudiante, por otro, para alcanzar el objetivo de aprender.
Fernando Armas Pérez, profesor de ESO en Echeyde I