“Un barquito de cáscara de nuez…” iba cantando el risueño Samir junto a su madre. Ella, con la mirada perdida, movía los labios al unísono.
“¿Puedo subir mamá? ¿Puedo, puedo?” La mujer, aferrándose a la esperanza, le besó en la frente, le colocó el cuello de su abrigo, le besó tiernamente y le soltó la mano para dejarlo ir con el corazón tan roto que ya jamás volvería a ser la misma persona.
Samir saltó adentro, soltó amarras de su ignorada realidad y se fue alejando, encontrando mil aventuras en cada ola, como en las historias de mágicas criaturas que le contaba su abuelo en las noches sembradas de estrellas.
Como cualquier niño de su edad vivió su aventura sin miedo: luchó con un pulpo gigante de un solo tentáculo y de piel endurecida como una roca; Navegó a lomos de un delfín plateado en busca de aquella tierra firme que se escondía muy bien; Cantó con las sirenas la melodía que amansaba al feroz Neptuno. Hasta que, de pronto, una enorme ballena a la que no vio llegar lo engulló hasta lo más profundo de su estómago y lo sepultó en el eterno silencio de la noche.
En la orilla, su madre se apagaba viendo pasar las jornadas, esperando una señal que no llegaba.
Por todos aquellos niños y niñas que sueltan la mano de sus seres queridos en busca de una esperanza y que pierden su vida en la inmensa oscuridad del mar.
Sonia González, profesora en Echeyde I